Milan Kundera |
La inmortalidad (fragmento) |
-(...) No hace mucho tiempo iba por una calle totalmente
insignificante de París y me encontré con una mujer
de Hamburgo a la que hacía veinticinco años veía
casi a diario y a la que luego perdí completamente de vista.
Iba por esa calle sólo porque había bajado del metro
por error una estación antes. Y ella había venido a
pasar tres días en París y se había perdido.
¡Nuestro encuentro tenía una probabilidad en un millón!
-¿Cuál es tu método para calcular la probabilidad
de los encuentros entre las personas?
-¿Tú conoces algún método?
-No. Y lo lamento -dije-. Es curioso, pero la vida humana nunca ha
sido sometida a investigación matemática. Fijate por
ejemplo en el tiempo. Desearía que existiese un método
experimental que mediante electrodos fijos a la cabeza de la gente
investigase el porcentaje de su vida que el hombre dedica a los recuerdos
y el que dedica al futuro. Así conoceríamos quién
es realmente el hombre en relación con el tiempo. Qué
es el tiempo humano. Y seguro que podríamos determinar tres
tipos básicos de hombre, según la forma de tiempo dominante
en él. Y para volver a las casualidades ¿acaso podemos
decir algo en serio sobre la casualidad en la vida sin una investigación
matemática? Pero lamentablemente la matemática existencial
no existe.
-La matemática existencial. Una idea excelente -dijo Avenarrus
y se quedó pensativo. Luego añadió: En todo caso,
se tratase de una posibilidad en un millón o de una posibilidad
en un billón, el encuentro fue absolutamente improbable y precisamente
en esa improbabilidad residía su valor. Porque la matemática
existencial, que no existe, establecería probablemente la siguiente
ecuación: el valor de una casualidad es igual a su tasa de
improbabilidad.
-Encontrar inesperadamente en medio de París a una mujer hermosa
a la que hacía años no veías... -dije recreándome
en la idea.
-No sé por qué supones que era hermosa. Era la encargada
de la guardarropía de la cervecería a la que yo iba
todos los días y el club de jubilados le consiguió una
excursión de tres días a París. Cuando nos reconocimos,
nos miramos sin saber qué hacer. Casi con la desesperación
que siente un niño sin piernas cuando gana en una tómbola
una bicicleta. Como si los dos supiéramos que nos habían
regalado una casualidad enormemente valiosa que, sin embargo, no nos
iba a servir para nada. Nos parecía que alguien se estaba riendo
de nosotros y a los dos nos daba vergüenza.
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