Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros,
fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había
metido con la bandera del cólera.
Florentino Ariza lo escuchó sin pestañar. Luego miró
por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la
rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre
sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta la Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua
voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró
al capitán: él era el destino. Pero el capitán
no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración
de Florentino Ariza.
-¿Lo dice en serio? - le preguntó.
-Desde que nací -dijo Florentino Ariza- no he dicho una sola
cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas
los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró
a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido,
y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida,
más que la muerte, la que no tiene límites.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en
este ir y venir del carajo? -le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía
cincuenta y tres años, siete meses y once días con
sus noches.
-Toda la vida -dijo.
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